La
fábrica permanecía aún en pie a las afueras de la ciudad, pero un ramaje de
plantas secas, enredadas como serpientes, había comenzado a cubrir su fachada.
La
muchacha, pequeña e ilusionada, llamó al timbre, y al rato, un hombre le abrió.
–Disculpe,...
Quisiera volver a formar borrones de tinta azul sobre las letras escritas en
una carta, de un hombre que me declare su amor.
Y
quisiera volver a formar manchas de tinta negra sobre la tela de una camisa, de
un hombre que me acoja en sus brazos.
Y
quisiera volver a formar rodales de tinta clara sobre la almohada de la cama,
de un hombre que en mi cabello susurre “te amo”.
Véndame
uno de sus frascos, se lo ruego. Uno de esos frascos de lágrimas de emoción por
amor.
–Lo
siento joven, pero no puedo ayudarte. –le respondió. –Hace tiempo que las
ventas cayeron. Hace mucho que la fábrica está cerrada.
Y
el hombre, de un impulso, le cerró el portón en la cara.